La gente se arregla todos los días el
pelo, ¿por qué no el corazón? (Proverbio chino)
Vergüenza, incredulidad,
estupefacción, miedo, son algunos de los sentimientos que cualquier persona con
dos dedos de frente habrá sentido al conocer la noticia de la trabajadora
cántabra que fue despedida por faltar a su trabajo el día en el que la iban a
desahuciar. Y es que desde hace algún tiempo los trabajadores y los que, por
desgracia, no lo son, debemos tener presente que tras la última reforma
laboral, las empresas pueden despedir a sus empleados aunque sus ausencias
estén justificadas. Y muchas cosas más.
Yo todavía puedo contar con
gran honor hechos que recuerdo de una antigua empresa en la que llamando por
teléfono a tu jefe y explicándole una situación concreta te decía: Gema, no
pasa nada. Cuídate ese catarro o cuida de tu hija. Mañana nos vemos.
Ese canal de confianza ha
terminado. Esa creencia en el trabajador, en su fidelidad y lealtad han
terminado para siempre. Al igual que esos tiempos en los que una llamada
telefónica a tiempo para avisar siempre te dejaba la tranquilidad y unas para
mejorarte, para curarte del todo. Quién no conoce a alguien ahora que vaya a
trabajar aún cuando tiene un fuerte catarro o con otras enfermedades más dolorosas.
Nadie quiere ya faltar por si las moscas.
Como en todo, siempre habrá
alguien que haya sobrepasado ese margen de confianza y haya abusado de las
bajas o de las faltas al trabajo. Pero, amigos, ahora es otra cosa. Los
trabajos se han convertido en estados policiales donde se ficha en un momento
concreto, ni antes ni después, donde no es posible ya (y lo sé por experiencia)
tomar café con según qué personas, o caes en una bolsa de vacío a la espera de
una reprimenda o de una llamada interna advirtiéndote de con quién debes
juntarte. Si alguien lo ha vivido o lo está viviendo, que levante la mano
mientras lee este artículo que pretende, sobre todo posar los ojos sobre esta
mujer de Cantabria que ha tenido que irse con una mano delante y otra detrás ante
la mirada sin alma de sus jefes.
¿Sintieron algo cuando
despidieron a esta mujer en apuros? ¿Han pensado alguna vez en otra cosa que no
sean ellos mismos o su contabilidad? ¿Saben lo que es la humanidad? ¿y la
confianza entre trabajadores y jefes? ¿Nos están tomando el pelo y estos tipos
de personas se corresponden a razas superiores que ni sienten ni padecen?
No puedo entenderlo. Y es
motivo de reflexión profunda. ¿Hacia adónde nos dirigimos? ¿Qué ha sido de la
bondad, de la generosidad, de la solidaridad en casos como el de Amaya? Ella es
cántabra, pero podría haber sido una vecina nuestra que a las siete de la
mañana veía cómo se desplegaban furgones por doquier a la puerta de su casa, y
que se sabía ya impotente y perdedora.
Entre los desempleados que
llenan las oficinas de empleo en busca de un trabajo digno deseado y los que lo
tienen y lo ejercen con el miedo a toser por si no pudieran volver mañana, la
vida laboral se nos plantea más como aquellas escenas de Metrópolis donde la
gente sale de las fábricas movidos por un automatismo singular. ¿Hombres o
robots? De casa al trabajo, del trabajo a casa. Ciudadanos ejemplares que
cumplen sus horarios a rajatabla y que no pueden salirse ni un ápice de su
tarea. En este mundo en el que se encontraba Amaya, en el que muchos nos
encontramos, no hay cabida para la creatividad ni para la humanidad, solo hay
sitio para el dinero que les hacemos ganar a todos. Y ser más competitivos,
amigos, es una labor de equipo. Creo que las lumbreras que nos gobiernan hoy han
eliminado de su diccionario algunas preciosas palabras que engrosan nuestro
diccionario. Y también han dejado de pensar en el mayor capital que tienen
entre sus manos: el capital humano.