Piel de serpiente


Torturado por sus preocupaciones constantes y su inestabilidad emocional decidió un día salirse por la tangente y hacer lo contrario a todo lo que había hecho hasta el día de hoy. Se tomó algo de tiempo para deshacerse de sus cosas, igual que una serpiente a la que se le cae la piel sobre el asfalto de la carretera en un día de agosto. Hacía un calor extremo. No había medio de combatirlo con nada. El agua sólo refrescaba en el mismo instante en que caía por la garganta, y la ducha sólo daba una sensación momentánea de frescor. Al salir del cuarto de baño, las gotas que resbalaban por su piel, se transformaban en sudor y el agua dulce se convertía en salada.

Cada día era un avance hacia lo desconocido y la certeza del paso inexorable del tiempo. Un día menos para vivir en aquella situación desesperante. La escritura no le llenaba su tiempo. Habían dejado de encargarle artículos para el dominical del periódico local y se sentía desanimado e inútil. En un cajón de su viejo escritorio, el que era de su padre, guardaba desde hace quince años una novela inacabada, una historia que nunca supo cómo terminar. Pero, la escritura ahora no era su aliada. Él mismo decía que no tenía nada que ofrecer, nada que contar al mundo y se encerró en un mutismo verbal dentro de su propia casa. Salía a la calle a comprar lo necesario para poder sobrevivir durante cada día y volvía a su clausura deseada. Sólo le calmaba y confortaba mirar las copas de los árboles, repletos de hojas y flores olorosas, y escuchar el gorjeo de algún pajarillo que se atrevía a saludarle a su paso a pesar del calor de ese verano insoportable.

Aquella tarde precisamente sonó el teléfono siempre mudo, habitante perplejo de aquel apartamento pequeño y acogedor. Era bastante ordenado y meticuloso con todo aquello que le rodeaba, a pesar de que en la mayoría de las ocasiones no podía con la vida, su entorno inmediato cumplía con los requisitos de estricto orden necesario para poder vivir medianamente en paz. Los libros de la estantería del salón contemplaban también silenciosos las idas y venidas del escritor sin escritura. Parecían llamarle a la lectura como si ésta fuera la solución a su vacío de ideas, a su desazón interior. Esa tarde de agosto en la que decidió cambiar su piel por otra nueva, el escritor se fijó en un libro de la estantería. Lo entresacó y separó un poco del resto, diferenciándolo de los demás. No sabía el porqué de aquel acto, pero aquel simple gesto fue el inicio de un cambio de actitud.

Sobre la mesa de trabajo un ordenador siempre encendido parecía también exhortarle para que pulsase alguna vez una de sus teclas. No escribía una línea desde que su mujer murió, pero sí tenía la ordenada costumbre de pulsar una de sus teclas y así hacer magia y ver la pantalla del escritorio. Una foto de ella llenaba esa pantalla, siempre en negro, en reposo, como él mismo.

La soledad mal llevada o impuesta no es buena. Pero la muerte había golpeado su vida, llevándose de su lado a su mujer, siempre compresiva y leal a su marido. En muchas ocasiones el escritor se dejaba envolver por los recuerdos más felices y se marchaba de este mundo durante instantes para rememorarla mientras hacía el café de la mañana o mientras cocinaba esas rarezas a las que le tenía acostumbrado, pero que ahora echaba de menos. Le gustaba contemplarla cuando no se daba cuenta, mientras se peinaba ante el espejo del cuarto de baño o cuando se pintaba y perfilaba las pestañas. Se convertía en un mirón llegado ese momento del día. Marcia era especialmente coqueta y aunque no era excesiva en su maquillaje siempre se retocaba un poquito por las mañanas. Aquellos ojos oscuros se mostraban en el espejo, a veces, con una profundidad aterradora: la de la conciencia de que no iba a permanecer demasiado tiempo junto a él, aunque nunca se lo dijo.

Los hombres suelen centrarse mucho más en sus empleos, en sus carreras profesionales, volviéndose casi obsesivos, pero lo cierto es que por lo que el escritor tenía comprobado, él y muchos otros habían suspendido en asignaturas esenciales de la vida cotidiana. En pocas ocasiones valoró de Marcia sus detalles aparentemente huecos o vacíos, tales como colocar unas flores del campo en un jarrón, o el hecho de que al abrir el armario siempre encontrara su camisa blanca limpia y planchada. Tampoco valoró que ella fuese su lectora más crítica y ferviente, y ahora echaba de menos también los libros abiertos colocados boca abajo sobre la mesita de lectura. Recordaba también que siempre le regañaba por forzar así las hojas de los libros… ¡Qué idiotez! Un libro está vivo porque está abierto sobre un sofá, sobre una mesa, o porque sus páginas están manoseadas y algo dobladas.

Era un maniático de tantas cosas que no sabía cómo Marcia había podido acoplarse a él. Aún así, ella era incansable. El escritor tenía la sensación de que Marcia estaba cerca antes y ahora porque cuando rondaba por la casa, intentaba no hacer demasiado ruido para no distraerle. Por las mañanas, Marcia salía, después de preparar el café, a trabajar en una oficina de traducción de textos, volviendo a la hora del almuerzo. Ahora recordaba también las pocas veces que le preguntó cómo le había ido el trabajo o si le gustaba. Se arrepentía.

Sus recuerdos eran constantes y eso que ya hacía un año que ella no estaba. Lo que no sabía el escritor es que todos aquellos pensamientos le acaban acercando lentamente a la voluntad de cambiar de vida, de disfrutar algo más de los pequeños detalles y de volver a escribir una primera línea, aunque solo fuera una. Esta acción le acabaría dando una nueva opción de futuro, un horizonte al que mirar serenamente y con esperanza.

El libro que asomaba su lomo rojo orgulloso entre los demás libros seguía los paseos del escritor. Al final, se detuvo ante él como queriéndole preguntar por qué lo había elegido después de tantos años. Acarició su lomo primero, para después colocar el dedo índice sobre el canto superior del libro y lo sacó un poquito de la estantería. Volvió a admirarlo. Lo sacó del todo, sopló sobre el canto y los ácaros del polvo le hicieron estornudar. Acarició su tapa, cerró los ojos y mientras tanto la abrió. Pasó la guarda y a continuación miró la portadilla. Allí estaba tal y como recordaba aquella preciosa dedicatoria.

“Un mundo sin libros sería terrible.
Un mundo sin literatura, insoportable.
Un mundo sin ti, inexplicable”. Marcia, 1999.

Al leer su letra y rescatar todo el sentido de la dedicatoria, gracias a los recuerdos, una lágrima comenzó a recorrer su rostro. Definitivamente, no se había recuperado. Y es que de la desaparición de alguien a quien se ama, nunca se recupera uno del todo. Vive el día a día porque es así y nada más. El tiempo acaba curando las heridas más visibles, las faltas, las carencias cotidianas, la necesidad inmediata de conversar sobre cualquier cosa  no desaparecen hasta que pasan muchos años. Nunca se va de la mente ni del corazón ese momento en el que ella vuelve a casa, después de un día de trabajo y te deja un detallito debajo de la servilleta o un libro sobre la mesa.  Pero no cualquier libro, sino aquel que deseaste una vez por ser una primera edición y por estar encuadernado de manera tan primorosa. Nunca supo cuántos meses tuvo que ahorrar Marcia hasta conseguir reunir la cantidad para entrar en la librería antigua, escuchar el dulce sonido de la campanilla de la puerta y comprar aquel libro.

“Interlunio” de Girando Oliveiro. Editorial Sur, Buenos Aires, 1937. 1ra edición. [Ejemplar perteneciente a la tirada de 110 ejemplares fuera de comercio. Ilustrado con 11 aguafuertes de Lino Spilimbergo]. In-4º.- 82 págs, sin pág. Denominado como uno de los “libros de artista” más importantes de la bibliografía argentina debido a su triple conjunción artística: Spilimbergo, Girondo, Colombo. Las magníficas aguafuertes de Lino Spilimbergo (comparadas con las creaciones de Durero por un diario de la época)  sirven de sostén al único texto narrativo de Oliverio Girondo –líder de la renovación literaria nacional- quién participa activamente del cuidado de esta edición seleccionando los materiales y la presencia de Francisco Colombo como su impresor. Una escasa tirada de 220 ejemplares acentúan su prestigio bibliográfico.

Ese dulce sonido de campanilla en la puerta lo había escuchado casi diariamente. Ahora llevaba algún tiempo en el que no se acercaba ni a su escaparate. Abrir el libro, recordar a Marcia al leer su dedicatoria y algunas imágenes más le condujeron hasta el perchero donde tenía su cazadora. Se la puso. Apagó la luz y cerró la puerta tras de sí con un ligero tirón. Estaba contento. No sabía por qué, pero un sentimiento de bienestar consigo mismo le invadió. Comenzó a mirar incluso las fachadas de los edificios que habían estado siempre delante de él, pero que últimamente no veía. Los árboles, los pájaros, las flores de las macetas que colgaban de algunos preciosos balcones y el sol le acariciaron en alma.

Salía a la calle todos los días para hacer los recados y nunca se había sentido tan bien. Es como si Marcia hubiese vuelto a casa para hacerle despertar de un letargo. Estaba tan cerca… En cada detalle de la casa, en cada ventana, en cada flor, pero, sencillamente, no había estado preparado para verla. Sentía su presencia aunque no sabía explicarlo. Cuando sus amigos le preguntaban por su estado, contestaba de manera que inducía a pensar que estaba totalmente recuperado y que había superado la pérdida de su esposa. Pero no. Era todo una farsa para que le dejaran en paz con su pequeña vida y sus recuerdos.

Se detuvo en el cafetín de costumbre y entró. Pidió como siempre un café solo y un pequeño croissant. El propietario del café, vecino de tantos años de barrio, le saludó amigablemente como si quisiera reconfortar, en parte, su conocida soledad. No hablaban de cuestiones trascendentales, pero esa conversación le mantenía unido a la realidad, cerca del mundo de los vivos. El escritor siempre le reconoció su gran sentido de la amistad al no hacer preguntar inconvenientes como otros le habían hecho durante tantos y tantos meses. Un lobo le mordía el corazón y la garganta cada vez que intentaba mostrar que su ánimo era mejor cada día, que las penas y las heridas las enjugaba en casa.


La pena provocada por la pérdida de alguien te deja tan roto que no es posible recuperar aquellas partes que también se han ido. Sabía que lentamente recompondría una vida, la que le quedase, pero que ciertos aspectos eran irrecuperables. Ni siquiera pensaba que fuera posible volver a enamorarse otra vez y compartir la cotidianidad.

Seguía paseando por las calles y observaba todo lo que ocurría a su alrededor con otros ojos, es como si de repente hubiera recuperado la visión después de haber estado tapada bajo un pañuelo negro. Llegó hasta la puerta de la librería y se alegró de encontrarse allí. Cogió el picaporte de la puerta y empujó. La campanilla sonó y el dueño levantó la vista de uno de los libros en los que se encontraba plenamente sumergido. Con una gran sonrisa se acercó hasta mí y me dio un abrazo. Eso ya lo decía todo. –Te he echado de menos-, le dijo. – Y yo a ti-, contestó él.

Elad Blat se llamaba aquel librero judío que manifestó su afecto abiertamente. La librería era realmente maravillosa. Todos los tesoros de la cultura de la humanidad, o al menos casi todos, estaban ordenados por temas y por fechas. Un lugar que más que una tienda era un remanso de paz para cualquier ser humano, creado como si fuera un templo a la sabiduría. En este instante, a la vez que giró la manija de la antigua puerta de la librería, dio un giro a su vida. Su reflejo en el cristal de la puerta le devolvió una imagen sonriente. Una joven estudiante que pasaba en ese instante le miró y se sonrió. El reflejo de esa boca joven y sonriente le devolvió a la vida. Entró…