Las llaves


Las llaves estaban escondidas en el armario de las escobas, junto a las joyas de mamá. No sé cómo demonios habían llegado hasta allí, si las puso ella misma o fue Severina, la criada que tanto tiempo estuvo con nosotras. La casa había quedado completamente en la sombra. El paso del tiempo había hecho mucho daño en los muros de aquella casona de principios del siglo XIX. Me había marchado a vivir al extranjero y aunque visitaba cada mes a mamá, nunca me había llamado la atención el hecho de volver definitivamente. La casa tenía su lenguaje propio y ya al entrar en ella noté un fuerte olor a cerrado y humedad. Era como si me estuviese diciendo que abriese sus ventanas y puertas, que llevaba mucho tiempo esperando y que lo que me ofrecería al final sería una sorpresa muy especial.

Severina vivía en la casita de los guardeses y una vez a la semana, a pesar de su vejez y su cojera, se acercaba hasta allí y abría todo de par en par. Esa era la razón por la que realmente la casa no se había hundido aún. El amor de Severina al que fue su hogar desde niña y su lealtad a mamá hicieron de ella la más fiel guardesa de la memoria y los tesoros de la casa hasta mi vuelta. Mamá y Severina casi se criaron juntas. Tenían, por tanto, casi una relación de hermanas no existiendo en absoluto entre ellas ninguna diferencia de clase. Mamá estaba al tanto de las rentas y de las huertas y Severina se ocupaba de la limpieza, cocina y los menesteres del hogar. A eso de las ocho y media de la tarde ambas se sentaban juntas en el saloncito verde para bendecir la mesa y cenar. Mis ojos de niña siempre me mostraron una relación perfecta, de hermanas sin serlo por lazos de sangre, de amor verdadero y de una lealtad incomprensible en estos tiempos.

Abrir las ventanas de la casa era mirar desde otro punto de vista la realidad. Un paisaje nunca es el mismo dependiendo de la ventana desde la que te asomas y de la hora a la que deseas verlo. Me dejé llevar por una mano invisible, seguramente la de mamá, que estaba feliz de mi llegada. Severina caminaba a mi lado lentamente acompasando su paso al ritmo que le marcaba una infinidad de llaves de todos los tamaños. Estaba exultante por la visita y mi reconciliación con el pasado. Finalmente había vuelto para quedarme aunque no sabía aún lo qué iba a hacer con la casa. Al paso de Severina iba recorriendo con la mirada los objetos que formaron parte de mi pasado, no tan lejano, pero que se habían tornado diferentes, más pequeños tal vez. Una ventana y otra, y otra, otra más, y la luz de un sol espléndido de otoño iba iluminando las habitaciones. Nada había sido cambiado y de ahí su valor real. Viajamos al pasado en el instante en que cruzamos el umbral de la puerta y no tardé en recordar miles de anécdotas que hasta ese momento habían permanecido ocultas en mi interior.

Severina me invitó a tomar un café con leche en la cocina y acepté de buen grado. Las cacerolas grandes estaban en los estantes superiores, las medianas en el centro y las pequeñas, abajo. Todo estaba colocado primorosamente como si ayer se hubiese celebrado una gran cena. El tiempo había pasado y se había dejado notar en alguna que otra humedad en el techo y alguna cosa más, pero no en el orden de los objetos que parecían querer decirme: estamos a tu disposición. Esta es tu casa.

Tomé el café y me quedé a solas. Severina me dijo que se daría una vuelta por la casa para ver cómo estaba todo y que me dejaba para que me fuera haciendo con el espacio. Deseaba volver al dormitorio de mamá donde tanto jugué y dormí, donde estaba su maravilloso armario lleno de vestidos preciosos que nunca pude verle puestos porque la vida en la casa y en el pueblo ya no necesitaban de ese lujo y esplendor.

Nunca supe quién fue mi padre y mi madre no desveló nada al respecto. Sencillamente no se hablaba en casa de este tema. Hice algunas preguntas al respecto pero siempre encontré evasivas, negativas o silencios. Comprendí con el paso de los años que aunque me hubiera gustado saber cosas de mi padre, tampoco era necesario. Sabía quién era mi madre, lo que hizo por mí, cómo vivió su vida desde que yo nací y por ello le estaba infinitamente agradecida. Tal vez volé demasiado pronto de su lado porque me ahogaba en aquel lugar. El mundo era mucho más que la casa de campo y el pueblo cercano o la capital. Quería irme lejos y en la primera ocasión que tuve, hice mi maleta y me marché al extranjero. Mamá siempre me animó a ello porque siempre –decía- tenía tiempo de volver.

Después de quince años por esos mundos, decidí que era hora de retomar una vida y recordar las raíces.  Caminé despacio por el pasillo escuchando mis propios tacones en la madera del suelo y me detuve ante la puerta del dormitorio de mamá. Hice el mismo gesto que cuando era niña: me puse de puntillas a la vez que giré el pomo de la puerta, la abrí suavemente y me asomé un poco. Cuando vi que todo estaba en orden, entré del todo y me acerqué hasta la ventana. Descorrí las pesadas cortinas y ante mí apareció esa imagen de la infancia feliz.

Recordé instantáneamente algo. Es como si mamá me hubiese dicho: abre la puerta de la mesita de noche… Abrí la puerta y encontré una bonita caja de caoba tallada. Era la caja de mi abuela, un objeto precioso que recordaba lleno de pequeños compartimentos interiores donde mamá guardaba cartas, fotos, un rosario, etc… Intenté abrirla. No pude. Estaba cerrada con llave.

Lo intenté otra vez para asegurarme. Severina se asomó en ese momento y me dijo que en esa caja mi mamá había dejado algo muy valioso, pero que de tanto que escondió la llave se murió sin poder decirle dónde estaba en el caso de que la niña volviera a casa. De repente, enloquecí. Comencé a gruñir, a lanzar improperios contra la pobre mamá que escondía siempre todo pensando en que alguien poco apropiado pudiera encontrar el objeto en cuestión. Recordé en ese momento el día en que mi madre había perdido el monedero. Mi primo Iván pasaba las vacaciones con nosotras y era bastante golfo y gamberro, además de gustarle mucho meter la mano en los monederos ajenos. Dimos vueltas y vueltas por la casa. Incluso nos apostamos con Severina una estupenda merienda a base de pasteles que pagaría aquella que lo encontrara primero. El monedero debía estar enterrado en el jardín, tal vez, guardado en un recóndito lugar, en las cuadras. Una tarde, tres o cuatro días después, Severina lo encontró gracias a una petición de mi primo Iván. El niño quería un bocadillo de jamón serrano para merendar y justo allí, dentro del papel de estraza con el que estaba envuelto el jamón serrano se encontraba el monedero de mamá. ¿Cómo llegó allí?, ¿por qué en ese lugar? Es algo que nunca supimos descifrar. Ni siquiera la pobre mamá que empezó a pensar que había perdido la cabeza como la abuela Eulalia.

Dimos vueltas y más vueltas. Abrimos cajones, cajoncillos, armarios, mesillas de noche, imposible. Pasaron varias semanas y ya casi nos habíamos olvidado. La esperanza de encontrar las llaves se mantenía gracias a la famosa oración que Severina le hizo a San Cucufato, esa en la que hay que anudar un pañuelo, dejarlo en la esquina de algo, o en un rincón y rezarle la oración… Y surtió efecto porque un día en el que se me ocurrió ir al cuartito de los trastos de la limpieza para sacar la escoba, las encontré. Tan absurdo como lo del monedero envuelto en el papel del jamón serrano. Las llaves de la caja estaban en el escobero de la alacena junto al joyero de mamá. Me hice la misma pregunta que antaño: ¿por qué guardar un joyero y las llaves de una caja de madera en un armario escobero? Ni idea. Sus razones tendría. Severina comenzó a reírse a mandíbula batiente cuando se lo conté y dijo: cosas de tu madre, nena.

Me lancé por el pasillo con las llaves en una mano y el joyero en la otra. Severina me acompañaba aunque entraría en el dormitorio tres minutos después. La esperé y esa espera se me hizo eterna. Cuando estuvo presente y como si abriésemos el sarcófago de Nefertari, nos santiguamos y esperamos ansiosas a ver el contenido. En la caja de mamá había un sobre cerrado y la foto antigua de un apuesto joven vestido de aviador. Abrí el sobre y leí las líneas de la carta. Rezaba así:

Querida hija:
Cuando llegue hasta a ti esta carta habré desaparecido y ya podré contarte la verdad sobre ti y tu pasado. No me alargaré mucho porque ya no viene al caso. La foto del hombre apuesto que has encontrado corresponde al hombre que es tu padre y que espero me sobreviva cuando encuentres esta caja. Se llama Juan Calderilla Cecilia y además de apuesto, era piloto de aviación del ejército de la República Española. Hombre de principios y grandes valores luchó en la Guerra Civil y en la II Guerra Mundial como guerrillero en el ejército soviético. Le amé muchísimo, pero nuestro amor fue imposible. Lo mantuvimos en secreto todo el tiempo posible hasta que tuve que retirarme a la casa familiar ante la evidencia de tu llegada. Ahora sabes lo que tenías que saber, búscale y dile que eres su hija. Será el hombre más feliz de la tierra.  Sufrió tanto por no poder conocerte…

Besos,  Mamá


Me quedé estupefacta y solo podía mirar la foto de mi padre y reconocerme en él. Finalmente la casa me hizo el mejor regalo del mundo: un padre al que aún podría tener la oportunidad de conocer. Un padre aviador… ¡Madre mía! Las llaves escondidas en el escobero y el joyero de mamá, con algunas de sus preciosas sortijas y pendientes, fueron, sin duda, un regalo inesperado. Pero el día en el que conocí a mi padre jamás lo podré olvidar. Papá ahora está conmigo compartiendo esta casa. Nunca se casó siendo fiel a la memoria de mamá. Él recorre los pasillos que siempre recorrió ella y se detiene de vez en cuando para observar atento los objetos que le rodean. De vez en cuando le oigo suspirar profundamente y decir: sí, Inés, al fin estoy contigo.