Una noche llena de esperpentos


La noche amenazaba ya en sus comienzos. Una fiesta oficial de presentación de una colección de joyas, en un espacio dedicado al arte, fue el inicio de una velada extraordinaria, una noche llena de personajes, que bajo su elegante aspecto guardaban lo peor de sí mismos. Máscaras en una noche de brillos que albergaban lo blanco y lo negro, lo maravilloso y deleznable, lo bueno y lo malo; la dualidad de todo ser humano.

Al  principio, los aparecidos en la reunión hacían gala de su vestimenta, y, en el caso de las mujeres, de sus peinados y de su exagerado maquillaje. Ninguna era natural como la vida misma, ninguna era rubia auténtica, casi ninguna lucía ni pómulos propios, ni pechos, etc. Enjaezadas como jacas con lo mejor del vestidor, comentaban de manera exagerada lo sorprendente de la colección. Tanta perplejidad por la belleza de las piezas elaboradas por el maestro joyero y ningún silencio ni respeto ante las palabras del propio artífice de las mismas.

Siempre se escuchan inconveniencias en estos encuentros, pero en éste, desde luego, muchos parecían competir en un concurso de impertinencias. Los más aparentes no mostraban en modo alguno ni buenas maneras ni buena educación. Se lanzaban a las bandejas de los aperitivos como si se hubiesen guardado muy mucho de abrir las neveras durante ese día en sus respectivos lujosos hogares. Por un trocito de jamón, te doy un pisotón. Por una copita de cava, me pego con el propietario de la mejor fábrica de conservas de habas. Por un pastelito de marisco, te clavo el codo hasta el mismísimo menisco.

Tal vez los más normales de aquella fiesta fueron los que pasaron inadvertidos, unos porque siendo mucho más ricos que los aparentes hacían gala de su educación separándose por zonas, y otros porque su timidez y inaccesibilidad a ciertos niveles de la jet-set les hizo retirarse a un tercer plano, allí entre las vitrinas.

La fiesta de la joya terminó casi dos horas después, casi coincidiendo con el último pase de exquisitos canapés. Pero, realmente, lo peor llegó después… Cuando algunos de los invitados, entre los que me encontraba, acudimos a eso que se llama fiesta privada. Un conjunto variado de especímenes y prototípicos seres se reunieron en un espacio cerrado, llevando a gala su personalidad única y también turgente. Aquella casa maravillosa de principios de siglo acogió a unos 30 individuos relacionados con el artista, aunque muy pocos por no decir casi ninguno tenía ni un ápice de conocimientos referentes al sentido del arte, o supo valorar de otra forma las piezas de la colección.

Algunos retratos de seres humanos pueden ser hirientes, pero se mostraban ante mí, uno a uno, como en la presentación de una película que estaba a punto de comenzar y que no tenía un guión previamente preparado. Lo único listo: las bebidas y lo demás. El timbre sonaba adelantando la llegada de los pequeños grupos, que inmediatamente tomaban posesión de los sillones del salón, la cocina, los cuartos de baño y algún que otro dormitorio. Hasta ahí casi lo normal de cualquier fiesta. No faltaba ningún personaje para que se produjese esta peculiar “parada de monstruos”. El guapo de solemnidad vestido a la moda mariquita, los ‘pasaos de rosca’, la mariquita calva –que se merecía, eso sí, el calificativo de bondadosa-, el artista autor de la colección, la pareja del sofá que veía la película perfectamente desde su rincón, la parlanchina perpetua, la pequeña del bolso rojo que lucía constantemente como si tratase de un Rembrandt, el actor de segunda o ‘Tenorio’, etc., etc.

Lo que más había en aquella fiesta eran, Dios me perdone, mariquitas, maricuelas, mariposas, bueno, gays como les llaman ahora. Sin embargo, Lola de Gandía suplió con su frescura, casi vulgar, ese mundo de bambalinas fariseo que el maestro Valle-Inclán habría utilizado para crear diferentes teatros del mundo. Sólo ella, Lola, hizo que la reunión pareciese más humana, más auténtica. Enseñaba sus muslos con ligas sin ningún pudor, sencillamente porque estaba más cómoda y porque no era cuestión de guardar la etiqueta dentro de la casa. También se descalzó y desde el comienzo de la reunión seguí con la mirada sus idas y venidas por el largo pasillo.

La pequeñita del bolso rojo fue la que más polémica logró crear con sus desafortunados comentarios hechos por doquier. Una mujer madurita de no más de 1,50 m se contoneaba sobre sus altos tacones y enseñaba algo más que un apretado escote. Hablaba sin cesar de ella misma, de su marido, que por otra parte estaba en la cocina con otras compañías que no eran la de su adorada esposa; la que le obliga siempre a ver la serie ‘Perdidos’. ¡Pobre mío! Un mocetón de ese calibre, al que seguro que sólo le interesan los coches rápidos, las camisas de marca y ‘ponerse’ a todas horas, y que venga demandando de manera lastimosa que otra televisión es posible…Hacían buena pareja, la verdad. Sobre todo porque ella le llamaba cari por teléfono, ya que éste se había marchado a casa de su amigo Rafa que se desmayaba constantemente; los mareos le daban cada diez minutos, casi como las contracciones de una embarazada que está a punto de caramelo. Se producía un desmayo por llamada y la del bolso rojo, tan fantástica,  decía: Ahora voy cari, ya estoy saliendo…

Pero el auténtico regalo de la noche llegó de la mano de la personificación viva del Tenorio, un actor de segunda, de provincias, cuya esperanza era representar un papel que estuviese a su altura, que por cierto, tampoco era muy destacable. No era la noche de los altos, aunque había algunos. Tenorio, del que no se sabía muy bien si prefería peras o manzanas, como dijo Ana Botella, finalmente acabó prometiéndose amor eterno con el protagonista de la fiesta, el autor de la colección, que no dejó de demandar amor y besos a todo el que pasaba por su lado, ya fuera hombre o mujer. -Necesito amor-, decía. Otros decían: necesito besos. Y así entre peticiones de unos y necesidades de otros iban moviéndose lentamente las agujas del reloj. Las manecillas restaban tiempo y los personajes mutaban a algo peor y cambiaban de sitio. Mirabas a un lado y allí estaba Tenorio. Volvías a mirar y ahora su sitio había sido ocupado por otro invitado. Era algo parecido al juego de la silla, sólo que nadie corría alrededor la misma.

Pero el actor de segunda,  a quien conocí revelando secretitos al oído en la cocina al protagonista de la noche, no sabía en qué lugar quedarse. Si ligar con alguna mujer madurita que le pudiese echar un cable en su carrera o si tontear con otro que se las prometía muy felices y que le doraba la píldora constantemente. El actor de segunda levitaba de tanta palabra y verso libre suelto por aquella habitación. En ningún momento dejó de recitar su propia vida resaltando su condición de actor que se cree divino para luego acabar vomitando en una esquina, cerca de una farola, como cualquier hijo de vecino después de los excesos. ¿Adónde van las palabras y promesas de amor pronunciadas por esta pareja imposible?, ¿adónde va un actor de segunda que vomita en las esquinas después de una fiesta de monstruos? A la soledad de su casa, de su cama, como muchos de los que allí estaban.

En la cocina, otras voces que hablaban otro lenguaje diferente, parloteaban y, tal vez, reían mucho más que los invitados del salón. Las botellas estaban perfectamente colocadas en el centro de una amplia mesa de mármol ofreciéndose al mejor postor. Lo cierto es que todo estaba primorosamente pensado, medido, ofrecido. Los invitados de esta zona estaban de pie y se movían mucho más que otros. Cambiaban de interlocutores y mezclaban opiniones, pero no dudo que la fácil verborrea tuviese también que ver con una bolsa de plástico, que a modo de faltriquera guardaba en su interior un tesoro abundante que animaba a los personajes y acababa eliminando inhibiciones y chorradas. El ser humano en estado puro, auténtico, con sus virtudes y defectos…

La atmósfera se enrarecía, el humo dominaba como una neblina gótica londinense todos los espacios, y los habitantes de la fiesta iban perdiendo la frescura y el buen aspecto del comienzo de la noche para acabar descalzos y semidesnudos por los pasillos de esa casa inmensa. Las máscaras iban cayendo una tras una, y los retratos de Dorian Grey iban pidiendo paso después de soportar durante horas una crema de esas de efecto de lifting. Si nos mirásemos bien en el espejo cuando estamos en esas circunstancias, tal vez podríamos ver aquello que no observamos en otros momentos. Sí que recuerdo que, al menos, yo, coqueta como soy, me ocupaba de que al menos mi cara no reflejase el cansancio de la noche o de que el lápiz de ojos o el de labios perdieran el color que debían dar a mi rostro.

Mientras iba y venía por el pasillo, escuchaba conversaciones fragmentadas de unos y otros. Ahora no acierto a recordar plenamente todo lo que pude escuchar aquella noche, pero sí que retuve en mi mente algunas intervenciones realmente maravillosas. La pequeñita del bolso rojo, que siempre hablaba de sí misma, al igual que Tenorio, se ocupaba siempre de encontrarse en el centro de cualquier círculo, y siempre de pie, claro porque si se sentaba no se la veía demasiado. ¡Ay! Si es que estás estupenda...-comentaba alguien desde el fondo del salón, dándole pie a al inicio de una interesante conversación -. -¡Uy! Yo es que estoy muy joven-, decía ella. -Lo cierto es que estoy más joven que a los 41. Mira, mira mi carnet de identidad-, continuaba. Sí, mona, sí. Antes estabas mucho peor… Es verdad. Es cualidad del paso del tiempo que cuando te abandona la juventud, el ser humano se encuentra más bello que a los 25 años. Sí es cierto que hay casos, como algunos, entre los que me encuentro, en que la edad no hace demasiada mella, pero ya lo hará, y para entonces espero haber sembrado lo suficiente para que no se me vea sólo por el aspecto exterior. Porque como decía Woody Allen en una de sus películas: Cuando me quede así (señalando a un esqueleto) quiero que me recuerden bien.

Al menos el protagonista de la noche lograba comentarios, que no sé si eran en serio o en broma, pero que desde luego a mí me arrancaba alguna que otra carcajada. Y  es que hablando de huesos, él comentaba lo terrible de estar a régimen aunque loaba su actual estado. -Bueno, yo es que estoy en los huesos-, decía. Dentro de nada es que ni me encuentro… Pues como dicen nuestras madres sin que suene ordinario, a ciertas edades, o cara o culo. Ya se sabe que lo que se pierde en kilos se gana en aspecto poco saludable, aunque éste es el aspecto modelo hacia el que nos encaminamos. ¡Vivan los delgados aunque parezcan enfermos permanentes! Y yo me pregunto, ¿esas modelos tan delgadas que necesitan varias capas de chapa y pintura para posar ante la cámara cómo se verán realmente ante el espejo de su casa? Y es que con algún kilito de más luce el pellejo. Y no es lo mismo una cara redondita que una alargada por el exceso de la dieta. No es lo mismo tener curvas que ser plana, o así. Claro, que esta es mi modesta opinión porque me encuentro entre las de las curvas y redondeces. A ojos de cualquiera, sería una mujer rellenita, pero al menos me llevé el piropo más bonito: -pareces una mujer de Julio Romero de Torres-. Claro que sí, soy como Lola la piconera, la del cuadro, pero sin entrar en competencia con Lola de Gandía, que también era mujer rotunda y nada acomplejada por ello.

Ya estaba amaneciendo… Bueno, ya había amanecido. Me moría por un café y habría dado cualquier cosa por ese olor único e insuperable de una cafetera que escupe el café en la mañana devorando con ese aroma el resto del humo de la noche y los vapores etílicos. El café no llegó. Nadie lo hizo. Podría haberlo hecho yo, pero no sabía donde estaban las cosas. Sí que vi sobre la cocina una pequeña tetera, pero no una cafetera italiana.
                                                            
A esa hora del café con churros aparecieron dos donceles de buen ver que hicieron las delicias de los moradores de las arenas, que estaban a la que salta y que recogían todo aquello que podían, los restos de una larga noche. Se produjo la interconexión, puesto que los jovencitos iban a ver qué podían probar, pero dentro de un orden, que no eran gays ni ganas de serlo. No obstante, las miradas libidinosas se posaron sobre los estudiantes de FP, que por arte de birlibirloque llamaron al timbre de esa casa y que accedieron de la mano de una mujercita de su misma edad que se los había encontrado antes de volver a la fiesta de los maduritos.

Varios metalenguajes se entrecruzaron, y en aquel momento, la pareja del sofá, al unísono, decidió que era el momento de poner fin a esta película para recuperarse en un sueño plácido y tranquilo. La culpa de todo la tuvo ese cómodo sofá en el que se recostaron y observaron la realidad teñida de un cierto espesor negruzco y la atmósfera propia de una historia interminable de Fellini en la que sus personajes no tienen voluntad ni medios para salir de donde están. Simplemente no pueden o es que les gusta convivir con esa sensación de suprema victoria sobre la noche bien superada.

El aire fresco de la mañana nos vino muy bien. La ciudad comenzaba a despertar y siempre resulta agradable caminar por las calles cuando no lo hace nadie. Los barrenderos estaban a lo suyo y los camiones regaban todo a su paso. Los pájaros ya estaban buscando algo que llevarse a la boca, incluso puede ver a una paloma picoteando un trozo de donuts, que seguro un viandante de las mismas características que nosotros había comprado para saciar el hambre de primera hora de la mañana.

Ahora el recuerdo de aquella noche me desvela a un conjunto de personas que contribuyeron, sin saberlo, a crear un guión tragicómico lleno de frases acertadas y divertidas; una creación surrealista donde sólo faltaba un paraguas sobre una mesa de disección, unas hormigas recorriendo en hilera el pasillo de aquella casa llena de esperpentos, o un pan payés sobre la cabeza de alguno de los ilustres invitados. Qué pena que Dalí no estuviese invitado, aunque Tenorio le había representado muy dignamente… El vómito del susodicho no sé si le habría asqueado, o le habría llevado a la creación de una obra divina: “Actor vomitando a José Zorrilla”.